martes, 2 de octubre de 2012

RETRATOS DEL NATURAL


      Otro género que ha quedado confinado en las artes plásticas –además del bodegón, al que se hacía referencia el otro día− es el retrato del natural. ¿Por qué no hacer bodegones y retratos del natural en la literatura? Se colocan unas cuantas cosas sobre una mesa –un jarrón, unas frutas, un reloj de arena− y se esbozan sobre el teclado. Lo mismo con un hombre o una mujer. Se le sienta enfrente, se le pide que permanezca inmóvil, y se le retrata. No con colores, sino con palabras.

       Me sugirió esta idea, hace años, Manolo Quejido. Estaba haciendo entonces –finales de los noventa− las serigrafías del escritor y la modelo. Una joven con pamela se sienta en un sillón, y frente a ella, el escritor teclea en su vieja Regina los rasgos más salientes. Depende, claro, de si el escritor es naturalista o simbolista o hermético: según su estilo, así quedará el retratado sobre el papel, como hubiera quedado sobre el lienzo.

       Conocí a Manolo Quejido hace veinte años. Le he dado la vuelta al retrato que me hizo por entonces para ver la fecha: abril de 1992. Unos días antes de que empezara a pintar quedamos a comer. Iba a escribir comimos juntos, pero habría sido inexacto; en realidad comí yo solo. No recuerdo que se llevara la cuchara, el tenedor o el vaso a la boca. Sólo recuerdo su mirada fija, inmóvil, sin pestañear. Los buenos pintores tienen que entender. No les basta con ver. La buena pintura no es cosa de exterioridades. Y sí, creo que en el retrato acabé estando más o menos entero.

       El sentimiento que producen los cuadros de Manolo Quejido es siempre el mismo: entusiasmo. Los cuadros de Manolo Quejido son una explosión de jovialidad. Al menos los de la última época. Con sus colores intensos, luminosos, puros, casi chillones, transmiten la misma alegría vital del fauvismo o del rayonismo. Quizá aún mayor, porque los cuadros de Quejido llegan al límite de la sencillez, de la expresividad lograda a base de sencillez. Da la impresión a veces de que bordean lo kitsch, pero el pintor tiene la elegancia de no sobrepasar el borde.

       Por la composición casi geométrica de las escenas, los cuadros de Manolo Quejido están emparentados con el constructivismo de Torres García. Pero en Quejido no hay ese fondo apagado, triste, de Torres García. En su casa del barrio montevideano de Pocitos vi algunos lienzos de una discípula de Torres García, Amalia Nieto, la viuda de Felisberto Hernández. Eran más alegres que los de su maestro. Pero tampoco alcanzaban la luminosa jovialidad de Quejido.

       El escritor y la modelo están sentados frente a frente, en silencio. Con las mismas dosis de reflexión y sensibilidad con que pintor elige el color de cada trazo, el escritor elige las palabras de cada frase. Detrás de los rasgos físicos, el escritor –como el pintor− percibe la personalidad del retratado. Pero el escritor –lo mismo que el pintor− está haciendo un retrato del natural: sólo tiene delante un rostro. Su mérito consistirá en hacer decir a ese rostro lo que oculta.  

Serigrafía de Manolo Quejido, 1998

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