sábado, 25 de agosto de 2012

EL TORRERO DE SAN LAMBERTO


Hace unos años, por estas mismas fechas de finales de agosto, y después de pasear varias horas sin rumbo por las calles de Osnabrück, me senté en un banco en el que había un señor vestido de oscuro que parecía refugiarse también de las altas temperaturas en el frescor del parque. Nos saludamos, y enseguida me dijo, como si tuviera que conocerle por la notoriedad de su profesión:

− Soy el Turmbläser de Münster.

No le entendí, pero enseguida imaginé que era un profesor de la Orquesta Filarmónica, que entre concierto y concierto se daba un paseo por la ciudad vecina. La edad ya madura, el traje oscuro, la chalina, la melena gris muy semejante a la de los músicos alemanes del siglo XIX y la delicadeza de sus movimientos y de su voz me hizo pensar que era un instrumentista famoso, y que por eso debía conocerle. Lo de Turmbläser parecía referirse instrumento de viento, pero al principio no me atreví a preguntar de qué instrumento se trataba. Seguimos un rato hablando y al final me decidí a hacer la pregunta.

−Tiene ciento quince metros de altura y seiscientos años −dijo.

No insistí más. Le dije que yo también estaba viviendo en Münster, en una residencia universitaria. Me ofreció llevarme de vuelta a la ciudad. Ya estaba oscureciendo, y tenía que volver al trabajo, dijo. Allí al lado, atado a un árbol del parque, había un tándem.

−Me preguntan por qué tengo un tándem siendo soltero. Si tuviera un coche grande no me lo preguntarían. Ya ve usted para lo que sirve: le puedo llevar a usted a Münster.

Entre Osnabrück y Münster hay unos sesenta kilómetros de autopista que recorrimos por el arcén. Todo el viaje estuve recordando sus últimas palabras, “le puedo llevar a usted a Münster”, porque quien hacía todo el esfuerzo del transporte –al menos del mío− era yo mismo. Empecé a pensar si no habría caído en manos de un desequilibrado –la suposición de que se trataba un músico famoso se había desvanecido− y si tendría dificultades para librarme de él. El viaje resultó inacabable. Hacía mucho calor.

Cruzamos las calles de Münster a la misma velocidad a la que habíamos pedaleado por la autopista. El Alter Steinweg, estrecho y empedrado, en que los estudiantes beben cerveza en la calzada –no pueden hacerlo en otro lado, porque es un callejón sin aceras y en las tascas apenas caben los bidones y el mostrador− lo recorrió sorteando todos los obstáculos sin detener la marcha. Sólo paró al llegar a la torre gótica de San Lamberto.

−Aquí es. Suba usted conmigo para ver la ciudad desde lo alto.

El aturdimiento de aquel viaje tan inesperado me impidió considerar con calma la invitación. Me vi de pronto en una plataforma muy estrecha que iba ascendiendo al girar una manivela. La subida por la torre de San Lamberto parecía más peligrosa que el viaje. Pero si las cuerdas y poleas medievales seguían en uso es porque eran seguras. Traté de convencerme. El abismo bajo nuestros pies era cada vez más hondo. La débil luz de la entrada era cada vez más remota. En su lenta subida, la plataforma de madera daba de vez en cuando un salto hacia atrás y caía bruscamente un palmo sobre el vacío.

Al llegar a lo algo y girar la llave en la cerradura sonó un ruido ronco, ancestral, como un eco que llegara desde muchos siglos atrás a través de un túnel. Al otro lado estaba su casa: una sola habitación, la más alta de la ciudad, con cuatro ventanas ojivales, una en cada costado. Entonces me explicó su profesión.

El primer Turmbläser había sido nombrado en el año 1379. Desde lo alto de la torre de San Lamberto tenía que avisar de los incendios que se produjeran dentro de la ciudad y de la aproximación de tropas enemigas. Allí arriba tenía una perspectiva que abarcaba toda la comarca. Y allí debía vivir y dormir. El trabajo no admitía distracciones. Anunciaba el peligro tocando un largo cuerno de antílope. Con el paso de los siglos, la función del Turmbläser fue en aumento. Le encomendaron el orden público. Desde la torre veía todas las calles y plazas, y desde allí podía alertar de las algaradas.

En estos tiempos la labor del Turmbläser era casi simbólica. Tenía que tocar las horas enteras y las medias de las nueve a las doce. Sólo por las noches. Los martes libraba. Otros Turmbläser habían vivido en casas de la ciudad, pero él había preferido quedarse a vivir en la torre. Miraba de cuando en cuando el reloj mientras me iba dando las explicaciones. De pronto se interrumpió, abrió una de las ventanas y tocó las nueve. La ciudad estaba en silencio. Se oyó –casi se vio, por la densidad del silencio− como el grave bufido del cuerno se extendía por la ciudad y se perdía por los bosques que la rodean.

Al despedirme, señaló la plataforma con la manivela y luego un círculo negro en el que se adivinaba el final de una escalera de caracol. Los peldaños eran altos y muy estrechos. No había luces ni ventanas. Palpando las paredes curvas y el techo inclinado empecé un descenso que parecía no acabar nunca.

Cuando al fin llegué, mareado, a la calle, varios chicos y chicas reían sentados en un portal. Noté el sabor a limón de un pedacito de bollo que había tomado en la torre. Eso me confirmó que había sido real lo que había vivido desde que me senté en un parque de Osnabrück junto a un señor vestido de oscuro.


Iglesia de San Lamberto. Münster.

No hay comentarios:

Publicar un comentario