jueves, 30 de agosto de 2012

SI YO FUERA…


Si en aquel juego infantil –Si yo fuera un árbol…, Si yo fuera un color…, Si yo fuera una fruta…–, me tocara el turno para contestar Si yo fuera un pintor… diría rotundamente que no, que no sería un pintor, que sería una pintora, que sería Sofía Morales. Diría también que no podría ser otro ni otra, que tendría que ser ella, que sólo con ella me siento tan identificado que no hay ningún otro que yo pudiera ser. Y más aún, si me tocara contestar Si yo fuera escritor… diría lo mismo, que sería Sofía Morales, y no por lo que escribió –cuentos y obras de teatro llenos de delicadeza–, sino por lo que pintó, es decir que me gustaría mover la pluma como ella movía los pinceles, con el mismo silencio, la misma contención, con la misma poesía.

Por eso, desde que hace años supe que existía Sofía Morales, he buscado sus cuadros con avidez, y ahora tengo varios delante de mí, y antes de escribir los miro, me asombro, y trato de hacer algo parecido. Es muy difícil.

Hay otros pintores murcianos, como Sofía Morales, que tienen la misma gracia sobria, la misma expresividad en sordina, pero ella pone en sus cuadros –sólo sé decirlo con grandes palabras, que a ella no le van nada– más amor, más entrega. Ramón Gaya dijo de Sofía Morales: “Pone en sus cuadritos lo más difícil de apresar para un pintor: el aire, el calor, el latido, la vida”. Quizá sea eso, la vida, más vida. Y además en cuadritos, no en cuadros, porque Sofía Morales sólo hizo cuadritos. Era otro modo de huir de la grandilocuencia.

Sofía Morales tenía una proximidad juanramoniana, rilkeana, a las cosas. Las miraba con especial dulzura. Ellas, a su vez, le respondían. Y esas confesiones tan calladas estás en los lienzos.

¡Que quietas están las cosas
y qué bien se está con ellas!

escribió JRJ, y qué evidente resulta, mirando los cuadros de Sofía Morales, que la pintora, como el poeta, estaba bien entre ellas, oyendo sus discretas confidencias, sus pacientes mensajes.

Me gusta tanto cómo cantan las cosas,

dice RMR. En los cuadritos de Sofía Morales las cosas cantan en voz baja, forman un coro de susurros, entonan una melodía rumorosa y leve.

Aunque en sus lienzos las cosas están unas junto a otras, no forman las composiciones rotundas de las naturalezas muertas (qué horrible expresión, y qué bonita sin embargo la expresión inglesa y alemana, “vidas silenciosas”), sino que aparecen con naturalidad, como sorprendidas en su vida cotidiana. Una flor que asoma de un vaso, un espejo que sólo refleja una ráfaga de luz, un sobre con una carta en blanco, el rincón de una mesa, un lienzo vuelto del revés.

Sofía Morales era descendiente de Salcillo, y llevaba la sangre del dramático imaginero en sus venas, pero qué distinto modo el suyo de decir las cosas, tan lleno de naturalidad y de tersura. 

Sofía Morales, La carta, detalle.

martes, 28 de agosto de 2012

UNA ERMITA


       Hay cosas que tienen una especial relevancia entre las demás. Cosas de mayor dignidad, de mayor elegancia, de mayor sentido. Madariaga decía que se debería usar, para referirse a ellas, la palabra procosas, igual que llamamos prohombres a quienes han destacado entre sus semejantes. La cuestión es muy subjetiva, como todo lo que se refiere a las preferencias. Yo tengo predilección por las ermitas. Claro, las catedrales son más solemnes, más importantes, más valiosas. Pero yo prefiero una ermita perdida en mitad de un bosque. Como esta de la fotografía. Es la ermita de Santa Marta. Se construyó en el siglo XVI. Está en el concejo de Cangas, en la provincia de Pontevedra. Hice la fotografía el miércoles pasado. Todavía era temprano, y las nieblas empezaban a alzarse de los árboles. Aún quedaban algunos jirones, casi transparentes, entre los troncos. Luego salió el sol.

No cabe una arquitectura más elemental. Una piedra sobre otra, perfectamente encajada, y una cubierta de tejas rojas, como las casas del lugar. No tiene ventanas. La ermita está siempre cerrada, salvo un solo día del año: el 29 de julio, festividad de Santa Marta. Santa Marta es la patrona de las sirvientas, de las cocineras, de las amas de casa −¿sigue existiendo esta expresión, o se considera  ofensiva o discriminatoria? −, de los hoteleros, de todos los que acogen a los que van de paso. Porque Marta –Santa Marta− era la hermana hacendosa y servicial de aquella familia humilde de Betania.

Pero me he desviado del asunto de las ermitas. ¿Cómo es posible que, siendo construcciones tan simples, y estando siempre cerradas, su repentina aparición en mitad del campo produzca tanta alegría? Probablemente porque las ermitas tienen alma. Tienen un alma antigua y simple. Las ermitas las han hecho las gentes del pueblo, gentes indoctas que sólo saben construir poniendo piedra sobre piedra y cubriendo las paredes como cubren sus propias casas. Pero las han hecho con entusiasmo y con devoción. Eso se nota. No hay ermitas ostentosas o presuntuosas. Son todas de una sencillez conmovedora. No hemos aprendido la lección de las ermitas: la austeridad es más elegante que la opulencia, la sencillez es más expresiva que la prolijidad.

Corruptio optimi pessima. Hay pocas cosas más tristes que las ermitas a las que han cambiado su destino. Porque entonces las ermitas se quedan sin alma, y son como un cuerpo sin vida. Se traiciona además a quienes las construyeron. Es verdad que ya no están, que son gentes muy remotas, de siglos muy antiguos, pero ellos son los autores, a ellos les debemos que las ermitas existan, ellos cargaron con las piedras al terminar una larga jornada de trabajo, poniendo en común el esfuerzo con todos los vecinos.

No lejos de esta ermita, en mitad del pueblo, hay otra ermita. Esta es más tardía. Pertenecía al hospital del pueblo, que se construyó en el siglo XVIII. Ahora es una sala de exposiciones. Tiene el horario de apertura anunciado en la puerta: varias horas de mañana y varias de tarde. Es verdad que en esta se puede entrar cualquier día, y en la otra no. Pero es preferible el misterio que rodea la otra. Esta se ha quedado sin alma. 

Ermita de Santa Marta

sábado, 25 de agosto de 2012

EL TORRERO DE SAN LAMBERTO


Hace unos años, por estas mismas fechas de finales de agosto, y después de pasear varias horas sin rumbo por las calles de Osnabrück, me senté en un banco en el que había un señor vestido de oscuro que parecía refugiarse también de las altas temperaturas en el frescor del parque. Nos saludamos, y enseguida me dijo, como si tuviera que conocerle por la notoriedad de su profesión:

− Soy el Turmbläser de Münster.

No le entendí, pero enseguida imaginé que era un profesor de la Orquesta Filarmónica, que entre concierto y concierto se daba un paseo por la ciudad vecina. La edad ya madura, el traje oscuro, la chalina, la melena gris muy semejante a la de los músicos alemanes del siglo XIX y la delicadeza de sus movimientos y de su voz me hizo pensar que era un instrumentista famoso, y que por eso debía conocerle. Lo de Turmbläser parecía referirse instrumento de viento, pero al principio no me atreví a preguntar de qué instrumento se trataba. Seguimos un rato hablando y al final me decidí a hacer la pregunta.

−Tiene ciento quince metros de altura y seiscientos años −dijo.

No insistí más. Le dije que yo también estaba viviendo en Münster, en una residencia universitaria. Me ofreció llevarme de vuelta a la ciudad. Ya estaba oscureciendo, y tenía que volver al trabajo, dijo. Allí al lado, atado a un árbol del parque, había un tándem.

−Me preguntan por qué tengo un tándem siendo soltero. Si tuviera un coche grande no me lo preguntarían. Ya ve usted para lo que sirve: le puedo llevar a usted a Münster.

Entre Osnabrück y Münster hay unos sesenta kilómetros de autopista que recorrimos por el arcén. Todo el viaje estuve recordando sus últimas palabras, “le puedo llevar a usted a Münster”, porque quien hacía todo el esfuerzo del transporte –al menos del mío− era yo mismo. Empecé a pensar si no habría caído en manos de un desequilibrado –la suposición de que se trataba un músico famoso se había desvanecido− y si tendría dificultades para librarme de él. El viaje resultó inacabable. Hacía mucho calor.

Cruzamos las calles de Münster a la misma velocidad a la que habíamos pedaleado por la autopista. El Alter Steinweg, estrecho y empedrado, en que los estudiantes beben cerveza en la calzada –no pueden hacerlo en otro lado, porque es un callejón sin aceras y en las tascas apenas caben los bidones y el mostrador− lo recorrió sorteando todos los obstáculos sin detener la marcha. Sólo paró al llegar a la torre gótica de San Lamberto.

−Aquí es. Suba usted conmigo para ver la ciudad desde lo alto.

El aturdimiento de aquel viaje tan inesperado me impidió considerar con calma la invitación. Me vi de pronto en una plataforma muy estrecha que iba ascendiendo al girar una manivela. La subida por la torre de San Lamberto parecía más peligrosa que el viaje. Pero si las cuerdas y poleas medievales seguían en uso es porque eran seguras. Traté de convencerme. El abismo bajo nuestros pies era cada vez más hondo. La débil luz de la entrada era cada vez más remota. En su lenta subida, la plataforma de madera daba de vez en cuando un salto hacia atrás y caía bruscamente un palmo sobre el vacío.

Al llegar a lo algo y girar la llave en la cerradura sonó un ruido ronco, ancestral, como un eco que llegara desde muchos siglos atrás a través de un túnel. Al otro lado estaba su casa: una sola habitación, la más alta de la ciudad, con cuatro ventanas ojivales, una en cada costado. Entonces me explicó su profesión.

El primer Turmbläser había sido nombrado en el año 1379. Desde lo alto de la torre de San Lamberto tenía que avisar de los incendios que se produjeran dentro de la ciudad y de la aproximación de tropas enemigas. Allí arriba tenía una perspectiva que abarcaba toda la comarca. Y allí debía vivir y dormir. El trabajo no admitía distracciones. Anunciaba el peligro tocando un largo cuerno de antílope. Con el paso de los siglos, la función del Turmbläser fue en aumento. Le encomendaron el orden público. Desde la torre veía todas las calles y plazas, y desde allí podía alertar de las algaradas.

En estos tiempos la labor del Turmbläser era casi simbólica. Tenía que tocar las horas enteras y las medias de las nueve a las doce. Sólo por las noches. Los martes libraba. Otros Turmbläser habían vivido en casas de la ciudad, pero él había preferido quedarse a vivir en la torre. Miraba de cuando en cuando el reloj mientras me iba dando las explicaciones. De pronto se interrumpió, abrió una de las ventanas y tocó las nueve. La ciudad estaba en silencio. Se oyó –casi se vio, por la densidad del silencio− como el grave bufido del cuerno se extendía por la ciudad y se perdía por los bosques que la rodean.

Al despedirme, señaló la plataforma con la manivela y luego un círculo negro en el que se adivinaba el final de una escalera de caracol. Los peldaños eran altos y muy estrechos. No había luces ni ventanas. Palpando las paredes curvas y el techo inclinado empecé un descenso que parecía no acabar nunca.

Cuando al fin llegué, mareado, a la calle, varios chicos y chicas reían sentados en un portal. Noté el sabor a limón de un pedacito de bollo que había tomado en la torre. Eso me confirmó que había sido real lo que había vivido desde que me senté en un parque de Osnabrück junto a un señor vestido de oscuro.


Iglesia de San Lamberto. Münster.