sábado, 14 de julio de 2012

AGONOLOGÍA


       Cuando anoche oía, entre sueños, que hablaban en la radio de la agonología, pensé que estaban hablando de Unamuno, y no, no era eso, hablaban de una nueva disciplina que es una parte –una especie de preámbulo o introducción– de la tanatología. Y tanto una como otra, agonología y tanatología, son capítulos de lo que siempre se ha llamado –antes, claro, de este engolado prurito nominista de nuestro tiempo– medicina legal.

       Y sin embargo, qué mejor modo de poner membrete a las ideas de Unamuno –o a sus pensamientos, como él prefería llamarlos, porque las ideas son fósiles, decía, y los pensamientos son fecundos– que hablar de su agonología. Porque la agonía o lucha es cosa de vivos, y no de muertos. “Se puede morir sin agonía –escribió Unamuno–,  pero no se puede vivir sin ella”.

    Para su agonología encontraba Unamuno raíces evangélicas. El episodio del muchacho que confiesa una fe que no tiene –“Creo; ayuda mi incredulidad” – está presente en su Oración del ateo,

Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas…

y el grito desconcertante de desesperación en la cruz, “Señor, ¿por qué me has abandonado?”, lo convierte en un grito de todos los hombres, “¡Cristo nuestro, Cristo nuestro!, ¿por qué nos has abandonado?”.

     Agonía: lucha del vivir queriendo creer, pero sin poder creer; lucha entre sentimiento y razón; lucha entre soledad y sociedad; lucha entre esperanza y desesperación; lucha entre la voluntad de ser y la sospecha de dejar de ser; lucha entre la miseria de la mortalidad y el hambre de inmortalidad. “La guerra misma es la condición de nuestra vida espiritual”, escribió. “El verdadero cristiano vive agonizante”.

     Unamuno, como Rilke, no logra entrar en diálogo con Dios. Le dirige monólogos y sólo obtiene silencios. Son dos experiencias idénticas. Es lógico que cuando Rilke leyera, en 1925, un año antes de su muerte, un libro tan directo y apasionado como La agonía del cristianismo, escrito durante el exilio, sintiera una adhesión inmediata. La prosa de Unamuno explicaba su propia poesía. Los dos habían consumido su vida en una búsqueda sin respuesta. Unamuno acabará escribiendo:

Ya no te busco,
ya no puedo moverme, estoy rendido;
aquí, Señor, te espero,
aquí te aguardo,
en el umbral, tendido, de la puerta
cerrada con tu llave.

Y Rilke escribe,

Lejos estuve, donde están los ángeles;
arriba, donde la luz se funde con la Nada;
pero Dios sigue en el hondón oscuro.

      Y algo tan desconcertante como la idea de Rilke de que Dios es hijo del hombre lo explica, por su lado, Unamuno: “Dios, que es Padre, es el hijo del amor en nosotros”.

     Pero en fin, todo esto son divagaciones derivadas de un error, de la imprudencia de ponerse a pensar entre sueños. Ya digo que agonología es otra cosa. 

Mi ejemplar de L’agonie du christianisme, traducción de Jean Cassou, París 1925, en la edición que leyó Rilke

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