martes, 31 de julio de 2012

ALFONSO CANALES SIGUE AQUÍ


     No puedo dejar que sea tan fugaz el paso de Alfonso Canales por este blog.

     Cuánto se ha repetido que es un poeta críptico, barroco, neobarroco y ¡hasta barroquizante! ¿Qué es eso?

Yo no sé si me explico,
pero es que hay cosas que no son para cantadas,
sino para dichas llanamente, después de tomar una cerveza.

     Eso lo escribe un poeta barroquizante. Un poeta que celebra con sencillez lo más cotidiano:

–Es de día–: y con ello
entra el sol en el alma, como una aguja caliente,
y nos sentimos seguros de que, por el momento,
Dios no nos olvida.

     Un poeta que al despertar se alegra del color del mundo,

cada día, Dios nos pone tierra
bajo los pies,
aire sobre la boca y azul en las pupilas.

     Y que festeja la simple felicidad de vivir,

amor, amor y el mundo
como está,

así simplemente, como está, más breve aún, más complacida la fórmula que la otra famosa, el mundo está bien hecho, de su amigo vallisoletano-malagueño (ese sí,  críptico y lapidario con frecuencia).

     Un poeta que sólo tiene un remedio contra la adversidad:

aguas de amor para apagar el miedo.
              
     ¿Qué poeta barroquizante es ese que confiesa con toda sencillez

no sé cómo poner música a la música?

     Porque esa es la que él considera su tarea de poeta: poner música a la música. El mundo canta ya de por sí un canto cósmico, y él quiere añadir una melodía doméstica, una musiquilla para silbar por la calle (¡el poeta barroquizante!), que quepa en renglones cortos y rimas leves.

     Su amigo y cofundador José Antonio Muñoz Rojas –juntos crearon revistas y colecciones poéticas en la Málaga de los cuarenta– le dice en un poema: tu verso es para la voz viva, y un poco más abajo insiste,

decía que tu verso
es para dicho en alta y viva voz.

     Y esa es la mejor exégesis de la obra de Alfonso Canales, cálido cantor de lo cotidiano. 

Una horrenda portada (impropia de Alberto Corazón) para un bellísimo libro, Requiem andaluz, publicado 1972

lunes, 30 de julio de 2012

ALFONSO CANALES, AL APARATO


       Es una fórmula que ya no se usa al descolgar el teléfono, pero fue la que empleó Alfonso Canales cuando le llamé para preguntarle por la visita que le hizo, en los años cincuenta, la poeta alemana Hilde Domin.

       –Alfonso Canales, al aparato.

       No se acordaba de nada. Uno piensa que un encuentro así queda grabado en la memoria para toda la vida. Pero la visita de una señorita alemana aficionada a la poesía no es un acontecimiento memorable. Es lógico.

       –Una poetisa importante, ¿dice?

       Poetisa dijo, sí. Eso tampoco se usa ya. Las poetisas se llaman ahora poetas. La desinencia es femenina. Ningún poeta varón ha reclamado para sí, en estos tiempos en que las desinencias parecen resultar tan ofensivas, una variante que termine en o.

       Es verdad que Hilde Domin no era entonces una poeta importante. Después de decirlo me di cuenta del error. Lo sería treinta años más tarde. Por aquellas fechas sólo había publicado algunos poemas en revistas alemanas. Su primer libro, Nur eine Rose al Stütze (Sólo una rosa como apoyo), es de 1959.

       –Mi casa tiene dos puertas, dijo.

      Por unas de las puertas entraban los clientes de su despacho de abogado, y por la otra entraban los poetas. Para los poetas que le visitaban resultarían deprimentes los tomos de jurisprudencia de Aranzadi y la colección legislativa del ministerio de Justicia.

       –Debió de entrar por atrás. Allí tengo más de veinte mil libros de poesía, dijo.

       Apenas conozco Málaga, y no sé qué quiere decir por detrás de la calle Martínez Campos. Veinte mil libros de poesía me parecen muchos. ¿Se han publicado tantos? Probablemente no. Quizá quería decir otra cosa, libros de literatura, libros no jurídicos.

      La enviaba Bernabé Fernández-Canivell. Eso le hizo recordar algo. Hilde Domin quería publicar en Caracola, por indicación de Vicente Aleixandre. La imagen menuda y nerviosa de Hilde Domin empezó a surgir de un rincón remoto de la memoria. Pero se desvaneció en seguida. ¿Fue sólo una visita, o fueron varias las que le hizo a Alfonso Canales?

       –Me abrió el horizonte de la poesía alemana, dijo.

       Eso no es cosa de una tarde. Pero no pudo decirme más. Aquella conversación telefónica fue el 22 de abril de 2010. Alfonso Canales murió siete meses más tarde, el 18 de noviembre.

Alfonso Canales (Málaga 1923-id 2010)

sábado, 28 de julio de 2012

PRIMERAS MELODÍAS


      El Concierto de piano núm. 1 de Grieg fue la primera pieza de música clásica que recuerdo. La primera canción fue un bolero, Lo dudo, que cantaban Los Panchos

Lo dudo, lo dudo, lo dudo
que tú llegues a quererme
como yo te quiero a ti.

Lo dudo, lo dudo, lo dudo,
que halles un amor más puro
como el que tienes en mí.

Hallarás mil aventuras
sin amor,
pero al final de todas
solo tendrás dolor.
Te darán de los placeres
frenesí,
más no ilusión sincera
como la que te di.

       Mis padres lo bailaban en casa, ellos solos, y yo los miraba desde el sofá con las piernas colgando, que aún no llegaban al suelo. El primer calendario que entendí fue el de 1959. Tenía grandes números de color rojo.

       Los brillantes acordes del piano de Grieg flotan, desde el balcón que da al mar, sobre aquel jolgorio en sordina que no se detiene hasta altas horas de la noche, y se cruzan con los ecos franceses, españoles, alemanes, árabes, yidis y ladinos de las conversaciones callejeras. Los instrumentos de viento repiten la melodía del solista. Llegan hasta el balcón las voces de unos paseantes que ríen y bromean en un idioma desconocido. El azul del cielo y el del mar se confunden. Solos de viento –oboes, fagots− interpretan el tema principal por encima de los arpegios del piano. Al fondo se ve la silueta caliza del cabo Espartel. Llega el transbordador de Tarifa, haciendo sonar la sirena. La melodía es triunfal, pero tiene de cuando en cuando la leve tristeza del tono menor. Los compases recorren el teclado de arriba abajo y luego de abajo arriba. Mi padre mueve la cabeza, sonriendo. Lleva una chaqueta gruesa, de color gris, de espiguilla, y una corbata roja y gris.

A.P. su madre en el boulevard Pasteur de Tánger, años 50

jueves, 26 de julio de 2012

ANTE LAS CUMBRES


      Esa contraposición –o quizá mejor, esa misteriosa proximidad, esa contigüidad– entre la consistencia de lo real y la oquedad de la nada está latente en toda la poesía de Carlos Bousoño. Donde se hace quizá más visible es en el tránsito de dos libros sucesivos, Noche del sentido e Invasión de la realidad. El propio título que ha dado Bousoño a la recopilación de su poesía completa, Primavera de la muerte, revela esa contraposición: nada más corpóreo y luminoso que la primavera y nada más misterioso y oscuro que la muerte. Aunque el título parece entrañar también un atisbo de esperanza, de conciliación de contrarios: la muerte podría esconder una primavera. Podría ser que al otro lado hubiera

un país nuevo, inmóvil en la luz,
tras de la oscuridad de mi agitada noche.

      Pero hay otra contraposición en nuestra experiencia cotidiana: la de la intimidad y la inmensidad. Ante la visión de un paisaje grandioso, lo que parece cobrar una dimensión nueva, lo que se despliega con mayor presencia aún que el horizonte infinito, es nuestra propia intimidad. Cuando Rilke se asomó al balcón de su torreón de Muzot un día de enero de 1922 –llevaba varias semanas acumulando silencio y soledad para abrir cauce al torrente de las Elegías–, tuvo una vivencia semejante a la de Petrarca, y se acordó de inmediato del poeta toscano y su subida al Mont Ventoux: lo que percibía allí, junto a las altas cumbres alpinas, en el silencio estrellado de la noche, era su propia alma.

      Hay dos pintores del Romanticismo alemán que fueron muy amigos, que viajaron juntos y que se retrataron recíprocamente: Caspar David Friedrich y Georg Friedrich Kersting. La más acendrada espiritualidad romántica está reflejada en sus lienzos: pero los de Friedrich son siempre paisajes agrestes y los de Kersting escenas de interior. Sin embargo, tanto los cuadros de uno como los de otro transmiten al espectador un mismo mensaje: los hombres viven inmersos en su propia intimidad. Da lo mismo que el personaje pintado ascienda a una cumbre o se encierre en su cuarto a leer de noche a la luz de un candil.

      Y hay algo más curioso aún. Sabemos, por el retrato de Friedrich que hizo Kersting, que esos lienzos de paisajes grandiosos los pintó Friedrich encerrado en su taller; no clavando el caballete allá arriba, en las alturas, sino sacando el paisaje de sí mismo: de su intimidad, de su memoria. Es más: como se puede ver en el cuadro Caspar David Friedrich in seinem Atelier, de 1819, para pintar los altos paisajes nevados, las cumbres con nieves perpetuas, Friedrich cerraba las ventanas y las contraventanas de su habitación, y encendía una lámpara. La intimidad del hombre y la inmensidad de la naturaleza, que son aparentemente realidades contrapuestas, son en el fondo realidades contiguas. Una está dentro de la otra. Quizá sean dos dimensiones de una misma cosa. 

Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, 1817

martes, 24 de julio de 2012

EL POZO


       El pozo como metáfora de la vida: hueco y lleno a la vez. Sentir tantas veces el vacío y otras tantas la plenitud. En ocasiones, asomarse al brocal, y ante el abismo no encontrar palabras. Como escribe Carlos Bousoño,

hambre de ti y sed de ti tuviste
y junto al pozo del no ser no hablaste.
Asomado al brocal no viste estrellas
temblorosas, ni hubo luz en la noche
profunda.

       Pero también sucede lo contrario: al ver el cielo azul reflejado en la redonda lámina agua, estallar súbitamente de alegría y desbordar en palabras. En todo caso palabras: palabras calladas o palabras dichas. Porque, ¿qué es la vida, sino, al borde del pozo –ese pozo que “cavaste dentro de ti”, dice también Bousoño–, una continua alternancia entre el silencio y la palabra? (Porque la palabra hace la acción, como el arado hace el cultivo. La palabra es la que hunde su hierro en nuestra vida y va labrando los surcos en que consiste).

Todo fueron palabras. El amor y el hastío,
el rigor de vivir junto a la nada ardiendo…

escribe el poeta en bellísimos versos, tan expresivos por el desplazamiento final: ¿qué es lo que arde, lo que hace arder, sino el vivir junto a la nada, y no la nada misma?

       En la casa en que nací había un pozo. El brocal era de piedra. Era una sola pieza de granito antiguo, desgastado por el tiempo, con la boca mellada. Siempre fiel a la cita del cubo, la soga, la polea, el niño, la ilusión, la sed, tuvo agua aquel pozo. Incluso en los meses ardientes del verano. Había que echar con fuerza el cubo –la boca negra devoraba la soga veloz, la polea chirriaba–, para vencer la resistencia del agua. Luego, cuando con gran esfuerzo se iba alzando el cubo, se adivinaba el milagro de aquel frescor que ascendía de la entraña caliente del patio.

Pozo de realidad…
nocturno cerco de sombras…

       Pozo de realidad. ¿Cabe una definición más precisa de la vida? Nos vamos horadando, taladrando, ahuecando, hasta quedarnos al borde de nuestro precipicio. Pero luego ese pozo se va llenando de una extraña sustancia consistente que es la realidad. Porque sí, es verdad: qué rara, qué sorprendente es esa dura consistencia de las cosas frente a la oquedad del pozo, frente al vértigo del vacío y de la nada. Y que misteriosa síntesis la vida, hecha de pozo y realidad a un tiempo en un mundo de palabras.

La hermosa vida que has vivido vale.
El campo, el valle, lágrimas de todo
que has podido llorar, la niebla oscura.
Todo vale si es, aunque palabras
fuese. Todo vale si gime.
Todo vale si duele
junto a tu carne un mundo de palabras.

Con Carlos Bousoño, en abril de 2008. Al fondo, el retrato del poeta por Joaquín Vaquero Turcios

lunes, 23 de julio de 2012

PATOS


       Junto a las jaulas reconvertidas en cubículos de lectura, de las que hablaba el sábado, siguen quedando algunos testimonios de lo que fue la vieja Casa de Fieras del Retiro: el foso de los monos, vacío, y un pequeño estanque con patos. Estos patos continúan viviendo en su jaula desde hace medio siglo, no porque alguien olvidara llevárselos cuando trasladaron a los demás animales, sino porque consideraron, probablemente,  que  los patos son animales demasiado comunes para un zoológico moderno.  Los patos son fauna autóctona.

       Junto a esos tristes patos aún recluidos, que son como un testimonio vivo de aquella tristísima Casa de Fieras, había la otra tarde palomas, gorriones y mirlos que disputaban la comida a los patos, y con bastante más astucia que ellos. Siempre me han llamado la atención los animales libres que visitan a los recluidos, que se aprovechan de algunas de sus ventajas –como recibir regularmente comida y agua-, y que llegan y se van con absoluta libertad. Frente a sus congéneres enjaulados, ellos conservan la dignidad de los seres libres, lo que se traduce externamente en una mayor viveza, una mayor agilidad y también una mayor alegría.

       Las palomas, a pesar de su alto rango como símbolos de la paz, son víctimas de encarnizadas persecuciones por parte de las autoridades municipales. Aquellas bandadas que revoloteaban dando sonoros aletazos en los parques y junto a los monumentos, han desaparecido. La escena de una anciana o un niño que las da de comer es ya de otros tiempos. Va siendo raro ver palomas en Madrid.  Estas dos que he tratado de dibujar estaban el otro día, erguidas y joviales, disfrutando de su libertad junto a la triste jaula de los patos tristes.

Vera efigies de las palomas que estaban el sábado en el borde del bebedero de los patos.