jueves, 28 de junio de 2012

COMPAÑEROS DEL ÚLTIMO VIAJE


Ya no son tiempos de avergonzarse de los burros. Quedan pocos, han perdido el trabajo, no tienen sentido en una sociedad mecanizada. Se extinguen. Antes, cuando eran varios millones, cuando cada labrador tenía el suyo, los hombres sentían vergüenza ajena: movían tontamente las orejas puntiagudas, eran tercos, sus rebuznos eran desafinados e intempestivos, se paraban de pronto, sin motivo, y sólo a golpes reanudaban la marcha. Ahora quedan pocos. En algunos pueblos se hacen subastas anuales, pero muchas veces quedan desiertas. No hay nada más triste que un burro desairado. Pero, ¿para qué vale hoy un burro?

Otra prueba de la vergüenza que los hombres han sentido hacia los burros la dan los traductores. Uno de los más bellos poemas de Francis Jammes es la Prière pour aller au paradis avec les ânes. Se ha traducido varias veces, y los traductores han eludido pudorosamente hablar de los burros. Oración para ir al cielo con los borricos / con los asnos / con los jumentos… Al margen de ese poema, que fue decisivo para la existencia de Platero y yo, Juan Ramón Jiménez escribió: “bellísimo”. Se puede ver en el libro que perteneció al poeta y que ahora está en su casa-museo. A Platero no dudó en llamarle, cada vez que hacía falta, burro.

Una vez que comíamos –en un restaurante que se llamaba, por cierto, Paraíso– el editor Manuel Borrás, el poeta José Antonio Muñoz Rojas y yo, Borrás comparó la belleza de Platero y yo con la de Las cosas del campo. Y José Antonio me dijo entonces por lo bajo: “…pero lo mío sin burro”. Entendí lo que quería decir: que sus estampas de Las cosas del campo se sostenían por sí mismas, sin la ilación que facilitaban las andanzas de Platero.

Pero esa frasecilla dicha por lo bajo se puede generalizar. Ya no hay burros en la poesía. No hay apenas versos bucólicos y sentimentales. Eso no es bueno ni malo. Es lo que es. Cada época tiene sus preferencias.

Ya he dicho que la Oración para ir al cielo con los burros se ha traducido varias veces. Traducir –se ha escrito alguna vez– es coger una partitura e interpretarla con el instrumento de cada traductor. Hay quien tiene un stradivarius y quien tiene un caramillo. La partitura siempre es la misma, pero el sonido cambia. Lo que yo toco quizá sea el caramillo. Pero es un instrumento pastoril e ingenuo que no le va mal a la oración de Francis Jammes. Soplando en él sonaría así:

Cuando haya que ir a Ti, Dios mío, a ver si haces
que sea un día en que el campo esté de fiesta
y brille el polvo. Quisiera, igual que he hecho aquí abajo,
elegir el camino –el que a mí más me guste– para ir
al Paraíso, donde alumbran, a plena luz, las estrellas.
Cogeré mi bastón y por el gran sendero
caminaré y les diré a los burros, mis amigos:
Soy Francis Jammes y voy al Paraíso,
porque no hay infierno en el reino de Dios.
Y les diré: Venid, dulces amigos de los cielos azules,
pobres bestias queridas que de un brusco movimiento de orejas
espantáis a las moscas, los golpes, las abejas…

Que aparezca ante Ti en medio de los burros,
a los que amo tanto porque tan dulcemente
bajan la cabeza, y al pararse juntan sus patitas
de un modo tan dulce que Te apiadas de ellos.
Llegaré rodeado de millares de orejas,
seguido de los burros que cargan con cestos a los lados,
y de esos otros que tiran de los coches del circo,
coches adornados con plumas y hojalata,
y de esos que llevan bidones abollados al lomo,
de las burras hinchadas como ostras, con sus pasos quebrados,
y de esos otros que llevan pequeños pantalones
a causa de sus llagas supurantes y azules que han abierto
las moscas pertinaces que están siempre acechando.

Haz, Dios mío, que llegue a Ti con los burros.
Que en medio de tu paz los ángeles nos lleven
hacia arroyos frondosos donde tiemblan cerezas
tersas como la carne risueña de las niñas,
y que una vez allí, donde habitan las almas,
cuando incline mi cuerpo a las aguas divinas, sea como los burros,
que verán reflejada toda su pobreza, tan dulce
y tan humilde, en la pureza del amor eterno. 


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