lunes, 21 de mayo de 2012

UNA DULCÍSIMA ARMONÍA

Tanto Hölderlin como Rilke creían que existía la música de las esferas. El Southwest Research Institute de San Antonio, Tejas, acaba de confirmarlo. Sound waves cannot travel through interplanetary space, so they are detected remotely as small fluctuations in the brightness of solar ultraviolet emissions. Tenían razón los pitagóricos: hay una música del universo. Son unas delicadísimas vibraciones que el oído humano no puede captar -por eso decía Rilke que la música sólo tenía melodía en este lado-, pero cuya concordada ondulación ha captado un satélite. La música de las esferas es algo así como una armonía sin melodía -algo muy extraño, sí, pero también santa Teresa, cuando describía la vivencia mística, decía tener una sensación sin percepciones-. Ya san Agustín habló de un cambio en la vivencia de la música: aquí captamos la música con la sensibilidad (oímos la melodía), y allí captaremos la música con la razón (percibiremos la armonía divina).

   Tampoco fray Luis de León consideró que la música de las esferas tuviera melodía, sino sólo números concordes. Pero esa música sideral sí tiene aquí, en la Tierra, consonante respuesta, es decir tonos enlazados, melodía.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta,
y entre ambas, a porfía,
se mezcla una dulcísima armonía.

    Los intentos más precisos de medir la música de las esferas los hicieron Pitágoras y Kepler. Según Pitágoras, entre la Tierra a la Luna hay un tono, entre la Luna y Mercurio un semitono, entre Mercurio y Venus otro semitono, y entre Venus y el Sol un tono y medio. Por eso entre el Sol y la Tierra existe una separación equivalente al intervalo de quinta, y entre la Luna y el Sol hay un intervalo de cuarta. Kepler llegó a trazar sobre un pentagrama la evolución de los astros: eran seis los astros conocidos, y seis fueron las evoluciones musicadas por Kepler. Como en el instante de la creación todos los astros echaron a andar a la vez, sonó un acorde. Al final de los tiempos sucederá lo mismo: todos los astros emitirán un acorde, que será la última nota de su existencia.  

    Hölderlin leyó a Kepler cuando tenía dieciocho años, y esa lectura fue decisiva en toda su obra. Kepler era suabo, como él, y había estudiado teología, como él, en el Seminario de Tubinga, y antes en la escuela conventual de Maulbronn, también como él. De manera que cuando Hölderlin llegó al Tübinger Stift en el invierno de 1788, ya había oído hablar del astrónomo, que había sido el más ilustre de los antiguos alumnos en un lugar y en otro. Unos meses después de su llegada al Seminario, Hölderlin dedicó una oda a su lejano condiscípulo, en cuya primera estrofa dice:

Bajo las estrellas se dilata
mi espíritu; más allá de los campos
de Urano, vibra y medita; está solo, es audaz,
 y con férreos pasos va trazando su órbita.

    La idea de que la vida humana es semejante a la órbita que trazan los astros se repetirá en muchos poemas, y será el núcleo de Hyperion. Allí dirá que se trata de una órbita excéntrica. La vida del hombre se parece a esas órbitas elípticas que algunos planetas trazan en torno a una estrella: hay momentos en que están próximos a ella y momentos en que están lejos. Los momentos de proximidad son momentos de equilibrio; los de alejamiento, de desequilibrio. La vida humana es una constante sucesión de unos y otros.

El monocordio celeste, de Robert Fludd, 1622



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