lunes, 14 de mayo de 2012

NATURALEZAS VIVAS


   Todas las mañanas pasea con su madre, cuidadosamente llevada, a pasos lentos, por el brazo, a lo largo de las calles silenciosas y apenas sombreadas de la urbanización. Caminan despacio, se detienen, dan unos pasos más, se detienen de nuevo bajo la sombra escuálida de una acacia, cruzan unas pocas palabras, muy pocas, que apenas resuenan en el silencio casi absoluto que los envuelve. La madre ha cumplido ya los cien años y ha vuelto a su niñez lejana, a la inocencia de los primeros pasos, y ahora va de nuevo del brazo de su hijo, pero al revés que entonces, cuando el hijo andaba dificultosamente, tratando con torpeza de mantenerse erguido. En el paseo son sólo eso: madre e hijo, la ilusión de que el sol y el aire puro prolonguen el hálito de vida, una costumbre cotidiana que reafirma ese lazo firme y tenue que los une.

   Pero en realidad son algo más: junto al padre ausente, son tres capítulos de la mejor historia de la pintura europea. Emilio Grau Sala murió hace ya más de cuatro décadas en París, donde vivió casi toda su vida. Allí ilustró, con delicadas escenas de interior –muchachas lánguidas, ramos de flores, cortinas estampadas– las mejores ediciones que se hicieron en una ciudad que era entonces, no sólo la capital de la pintura, sino también del mundo editorial. Ángeles Santos era todo lo contrario: un surrealismo atormentado, sombrío, con monstruos pálidos y ángeles dolientes.

   …Y Julián. Quizá sea el peso de tanta herencia lo que le mantiene retraído. No necesita alardes públicos para que se fijen en él, porque tiene apellidos que por sí solos le colocan bajo los focos de la fama. Hace lo contrario: se aleja de los focos, de la crítica, del público, de la fama, y pinta. Su taller es un remanso de luz y de silencio, un mundo acristalado en el que mandan los tubos, los pinceles, las paletas, y sobre todo las cosas. Nadie más. Aquello es una autarquía que no se rige por el gobierno del mundo. Julián Grau Santos es sólo el malabarista que ordena y desordena todo, y luego lo lleva a su capricho al lienzo, donde las jarras, los jarrones, las jarritas, los vasos, las copas, los mantones de manila, las figuritas de cerámica, las sombrillas chinas, las marionetas, las flores, las frutas, los paños bordados, los sombreros de paja, las cajas, los abanicos, los botes y las cestas se convierten en otra cosa, cada vez distinta, con una belleza nueva, como si no fuera lo mismo que ha pintado una y otra vez sentado frente a la misma alacena que rebosa objetos cotidianos.

   Frente a los demás pintores, que pintan naturalezas muertas, Julián Grau Santos es el inventor de las naturalezas vivas. Si se pone un bodegón de cualquier pintor –desde Sánchez Cotán a Cézanne, por citar los extremos– junto a uno de Grau Santos, se verá que el de Grau Santos, con mucha más modestia, canta, canta en voz baja, entona al oído del espectador una musiquilla alegre, llena de claridad y de encanto. Las cosas –siempre las mismas cosas, aunque desordenadas de manera distinta en la misma alacena– se vuelven vivas, ingrávidas, transparentes, alegres, y empiezan a canturrear por lo bajo.

   ¿Cómo es eso? ¿Por qué lo que en otros pintores son naturalezas muertas, en Grau Santos son naturalezas vivas? Porque Grau Santos las deja cantar. No las aprisiona, no las agota en el lienzo, sino que las deja libres. Lo hace interrumpiendo los trazos, esbozando los colores, cubriéndolas con un delicadísimo velo –invisible– que preserva su misterio, su intimidad. Y entonces cada una de las cosas, como el pájaro en libertad, canta su más bella canción, la que le sale de su minúscula –pero qué grandiosa– alma de pájaro. 

Julián Grau Santos mientras retrataba a A.P., fotografiado por Blas de Etxabe en junio de 2011

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