lunes, 30 de abril de 2012

PUERTO DE SANTA MARÍA


     Ya empezaba el lector precipitado a divisar esos veleros que rasgan las aguas tersas de la bahía de Cádiz, y había llegado incluso a entrever al fondo las torres blancas de la catedral y el fuerte marino de Santa Catalina. Pues no. Puerto de Santa María es una calle de Madrid. Una de las más bonitas. Verde, serpenteante, silenciosa. Alta, recorrida por un aire puro, punteada de bancos de madera en los que de cuando en cuando alguien lee.  Es un sendero amplio bordeado de arbustos. No circulan coches, pero no es tampoco ese híbrido urbano que la terminología cartográfica llama calle peatonal. La calle del Puerto de Santa María no tiene calzada ni aceras, sólo baldosas y césped.

     Es probable que esta calle no la haya trazado ningún urbanista y haya surgido por sí sola. Los urbanistas tienden al manejo del cartabón, la escuadra y el tiralíneas. No entienden que las calles deberían dibujarlas los niños, que pintan las calles con curvas, quiebros y recovecos. Las más bellas ciudades son las medievales, porque los hombres de la Edad Media eran los niños de la humanidad.

     Hay momentos en que desaparece. Pero luego reaparece un poco más allá, algo cambiada, más estrecha, sin bancos, y desaparece de nuevo, para surgir otra vez en lo alto de un tramo de escaleras, entre acacias y setos. Hay algunas casas bajas, con un pequeño jardín delantero, que dan a esta calle. Cuando el morador de alguna de esas casas abre la cancela, suena como si se abriera la puerta de un pasillo. Es un sonido íntimo, doméstico. Moradores y transeúntes se saludan. El anonimato en Puerto de Santa María es un anonimato tan desvaído que se aproxima a la amistad.

     Hortaleza es alta y luminosa. Por su etimología deriva de la fortaleza que resguardaba, desde las colinas del norte, la alcazaba del Madrid moro. El solitario Amiel decía que los paisajes son estados de ánimo. Lo mismo se podría decir de los paisajes urbanos. Si la Ciudad Lineal es solemne y sombría, Hortaleza, que se alza  sobre ella, es sencilla y soleada. Para elevar el ánimo hay que ir a Hortaleza, a pasear por el Puerto de Santa María. 

Calle del Puerto de Santa María. Fotografía de ayer domingo 29 de abril

sábado, 28 de abril de 2012

DOS CUARTETOS


          Eran dos cuartetos en re menor, uno de Mozart y otro de Schubert, y con el suave y sucesivo fraseo de los compases, la melancolía del tono menor iba empapando lentamente los tapices, enroscándose sinuosamente a las columnas, empañando las lágrimas de las arañas, elevándose como incienso hacia las bóvedas triunfales de Giaquinto. Desde sus túnicas de alabastro, los emperadores romanos apenas lograban mantener el gesto imperturbable.

            Por algo se llama alma a esa oquedad del instrumento de la que sale la música. Lo que sonaba el jueves en el Salón de Columnas era el alma noble y ancestral de los stradivarius, la madera de aquellos árboles de Cremona que alzaron sus copas hace más de tres siglos. Hay pocos sonidos más puros que el de esos instrumentos salidos de unas manos artesanas que los fueron puliendo y ensamblando amorosamente, y que ninguna técnica posterior ha logrado superar.

           Con sus voces profundas fueron hablando dos lenguajes: primero en el más sobrio de Mozart, luego en el más apasionado de Schubert. Pero este Mozart maduro les hizo expresarse con temperancia y rigor: el cuarteto 421 no tiene la suavidad galante de las partituras juveniles. Con Schubert se dejaron llevar por las pasiones, pero había en ellas un fondo de amargura: en el cuarteto 810 ronda el miedo del propio músico a la muerte.

        Schubert ya había escrito una canción con el mismo título que el del cuarteto: La muerte y la muchacha. La canción era un breve diálogo, y el cuarteto, aun sin palabras, repite ese mismo diálogo, y con mayor realismo.

La muchacha:
¡Pasa! ¡Pasa de largo!
¡Vete, salvaje hombre huesudo!
Aún soy joven, ¡vete, querido!
Y no me roces.

La muerte:
Dame tu mano, figura bella y tierna.
Soy amigo y no vengo a castigar.
¡Ten ánimo! No soy salvaje,
debes dormir suavemente en mis brazos.

          El Salón de Columnas se convitió en un escenario en el que presenciábamos la lucha de la muchacha con el hombre huesudo, el Knochenmann, que venía en su búsqueda. Terrible el lento dramatismo del segundo tiempo, en que la muerte se acerca con sonrisa macabra y pasos quedos hacia el cuerpo temeroso de la muchacha, y esperanzada esa carrera, cada vez más veloz –allegro en el tercer tiempo, prestro y luego prestissimo en el cuarto– que el cuerpo joven emprende en su huída del visitante impasible. Y ese querido con que la muchacha llama a la muerte en la canción estaba también presente en el diálogo de los instrumentos, en esos compases de dulcísima armonía que Schubert intercala en la pelea: es ese intento último que hace toda víctima de lograr la compasión del verdugo cuando ve brillar el filo del hacha o la guadaña.

Las tapas relucientes de los stradivarius, bajo la mirada atenta del emperador. Fotografía del 26 de abril

jueves, 26 de abril de 2012

HABITACIÓN 353


Puedo redactar esta nota gracias a la amabilidad y la paciencia del gabinete de prensa y relaciones públicas del Hotel Palace. Al lector le parecerán minucias lo que se cuenta a continuación, y como lo son, le pido disculpas; convivir durante años con alguien –aunque sea un poeta muerto– hace que surjan y crezcan los sentimientos, y por eso conocer pequeños detalles nuevos de su vida se considera un gran hallazgo. Rilke, que había salido la víspera  de Ronda, llegó al hotel Palace la mañana del día 18 de febrero de 1913, y se alojó en él hasta la tarde del día 24;  esto es algo que, aunque con alguna imprecisión, se sabía, porque el poeta dejó a través de sus cartas un testimonio bastante detallado de su vida. Ahora, algunas pequeñas cosas permiten conocer mejor su estancia en Madrid. Cuando se identificó a su llegada al hotel lo hizo como Rainer Rilke y señaló como lugar de residencia Praga. ¿Por qué Praga, que había abandonado definitivamente en 1896, y no París, que era donde vivía desde 1902? En la página del registro de huéspedes del hotel correspondiente al día 18 de febrero, Rilke figura  como el octavo viajero que llegó a lo largo de la jornada. Le dieron la habitación 353. A lo largo de todo un siglo, la numeración de las habitaciones ha cambiado varias veces, pero esa habitación 353 es de las pocas que ha mantenido el número originario. Está en el tercer piso, y las ventanas dan a la calle de Cervantes. Lo que se ve desde esas ventanas es un costado de la iglesia de Jesús de Medinaceli. Al dejar el hotel el día 24 de febrero pagó doce pesetas y cincuenta céntimos. Allí mismo cogió un taxi que le llevó a la Estación del Norte, donde tomó un tren hacia Irún. Y esto es todo. Es verdad que poca cosa. Pero al menos el autor de estas líneas, y quizá algún lector de ellas, cuando pasee por esas calles de Madrid, sentirá un poco más de emoción que antes. 

Hoja del registro de entrada del Hotel Palace correspondiente al martes 18 de febrero de 1913

martes, 24 de abril de 2012

UN REGRESO FINGIDO


Mi amigo el periodista L.A., de Telemadrid, ha querido que recordara ante la televisión mi visita a Azorín de hace más de cuarenta años. Delante del portal de la casa de Zorrilla 21 he dicho algo de aquellos últimos meses de vida del escritor y luego, seguido por la cámara, he subido a pie los tres pisos hasta fingir que llamaba al timbre de la puerta. A pesar de la teatralidad de la escena y del foco que me iluminaba la espalda, me ha emocionado rozar aquel timbre que había tocado cuando tenía trece años. Qué ilusión más intensa había llevado a aquel niño, tan distante y tan próximo, a llamar a esa puerta. Desde entonces he pasado muchas veces por delante del portal, pero desde aquella tarde del 28 de enero de 1967 no había vuelto a subir las escaleras ni a esperar frente al umbral del tercero izquierda. Ahora es la sede de una compañía mercantil, y detrás de esa puerta habrá unos oficinistas enfrascados en sus papeles y sus pantallas de ordenador, sonará alguna musiquilla de fondo y de una mesa a otra se lanzarán algunos gritos nerviosos. Entonces, aquella puerta comunicaba con un silencio denso, solemne, oscuro. Una lucecita tenue iluminaba el recibidor, y a la derecha otra lámpara mortecina iluminaba una mesa cubierta con un tapete de encaje. En esa mesa estuve sentado con doña Julia Guinda, celosa guardiana de la soledad de su marido, que me miraba con curiosidad y miraba con curiosidad las dos fotografías que yo llevaba. Una de ellas es la que se reproduce aquí abajo. La otra era de cuarenta o cincuenta años atrás, y en ella Azorín, con abrigo y bufanda, tenía un libro en las manos. A doña Julia la visión de aquella bufanda le produjo una gran inquietud. ¿Dónde estaría ahora? Llamó a la doncella que andaba con delantal y cofia sorteando los muebles en penumbra, y le preguntó con preocupación por el paradero de la bufanda, pero aquella doncella, que no debía de tener los veinte años, no había venido al mundo cuando el señor usaba esa bufanda para combatir el frío, le faltaban veinte o treinta años para existir, y se excusó de su absoluta ignorancia. La bufanda no la había visto nunca. Luego me pasaron a ver a Azorín, pero eso ya lo he contado.


lunes, 23 de abril de 2012

ALGO MÁS SOBRE EL EDITOR


Hablando del editor Pueyo aquí, el otro día, se me olvidó decir que la viñeta que más veces aparece en sus libros es la que se reproduce a continuación. No está firmada, pero probablemente la dibujara Juan Gris, autor de varias portadas de Pueyo. Es una síntesis gráfica del universo modernista. ¿Quién no pondría esas dos palabras que la encabezan presidiendo su propia vida? Está uno tentado de usar la viñeta como ex libris, tal como está, sin nombre –qué más da los nombres, que en seguida pierden toda significación, si es que en algún momento tienen alguna–, para que llegado el momento en que los libros se dispersen, otras manos sepan en qué pensamientos andaba quien antes fue su dueño.

(Como habrá visto el lector si echó una ojeada a la entrada del jueves, Juan Ramón Jiménez no está entre los modernistas publicados por Pueyo. Pero la cosa no es tan simple. El poeta no aparece en el catálogo, pero él mismo, en las Conversaciones con Ricardo Gullón dice: “Pueyo editó las Elejías, Melancolía, y los libros de esa época […] Desde Laberinto pasé a la editorial Renacimiento, dirigida por Gregorio Martínez Sierra. Luego vinieron los años en que trabajé con los Calleja”. La contradicción puede explicarse así: J.R.J., obsesionado por la pulcritud tipográfica de sus libros, no se fiaba del dudoso gusto de Pueyo. Él mismo trataba con la imprenta –que era la utilizada habitualmente por Pueyo–, imponía sus preferencias, y luego la edición iba a parar a la librería de Pueyo, que tenía la exclusiva de venta. Que Pueyo no considere suyos esos libros revela que J.R.J. trataba con la imprenta antes que con él. Pero qué injusto que J.R.J. le llame Caifás Pueyo, porque el editor se asemejaba más al buen samaritano que al sumo sacerdote de los judíos). 


sábado, 21 de abril de 2012

LA DOCILIDAD DE LAS COSAS


Porque no tienen alma –¿o sí la tienen, a su manera?– no advertimos la docilidad de las cosas. Cumplen sumisamente el destino. Cuando tienen sonrisa humana –como esta bella ninfa arrancada de alguna noble fachada palaciega– es cuando mejor percibimos la docilidad de las cosas. Sigue sonriendo, a pesar de la incertidumbre que se abre en su futuro. Quizá llegue alguien a esta Feria de la Almoneda que se celebra esta semana en Madrid y la compre. Quizá no la quiera nadie, y la ninfa vuelva, sin sentirse humillada, sin perder la sonrisa, a la tienda del anticuario, y entonces seguirá sonriendo en la claridad del escaparate o en la obscuridad del almacén. No cambiará ni un ápice su gesto de sonrisa. Aceptada o desdeñada, cumplirá su destino con absoluta sumisión.

Nunca alardeará de la dignidad de su origen. Por su tamaño y por la solemnidad del modillón que la envuelve, procede de algún palacio levantado a principios del pasado siglo en alguna capital europea. En la lucha permanente entre el lucro y la belleza, que tanto ha envilecido nuestras ciudades, el palacio habrá dejado el solar a un edificio de mucha altura y poco espacio para vivir: a una multitud de esos cubículos a los que eufemísticamente se llaman “estudios”, donde nadie estudia y sólo se malvive en la angostura.

Y aquí está la ninfa, expuesta a la voluptuosidad de los visitantes, como una cosa más entre las cosas. Parece menos cosa, porque la habilidad del artista ha moldeado bellas facciones humanas en la inexpresividad de la materia, pero pertenece al mismo reino de los seres inanimados. Tiene la misma vida sensible que la multitud de cosas que la rodean: esas dagas alineadas sobre el arcón, los libros apilados en la estantería, las vasijas de barro, las láminas enmarcadas, los óleos viejos, los sillones, las mesitas con sus desgastados tableros de mármol.

Pero, de todos modos, a uno le gustaría aprender la lección de docilidad de esta ninfa, que sabe mantener la sonrisa frente a todas las incertidumbres y calamidades del destino. 

Foto del 19 de abril. Visita a la Almoneda con E.M.

jueves, 19 de abril de 2012

UN EDITOR SENTIMENTAL


Se ha publicado una biografía del editor Gregorio Pueyo (1860-1913), y la ha publicado el CSIC, lo que es una firme garantía de que al modesto relieve del personaje se va unir la nula difusión de la obra. Y ambas circunstancias harán que el biografiado no salga del anonimato en que se ha mantenido a lo largo de cien años. Pueyo, como otros editores de entresiglos, se hizo también librero, porque los editores de la época tenían que apuntalar su mísero negocio con otro, que por lo general resultaba igualmente mísero. La librería de Pueyo estaba en la calle Mesonero Romanos 10, y era una librería de viejo y de nuevo; los libros nuevos que vendía eran sólo los que editaba él, para no hacerse competencia a sí mismo.

La vida de Pueyo se puede resumir en pocas líneas: vino del Pirineo aragonés a Madrid, con esa rara vocación que tienen los editores españoles de publicar libros en un país en que se lee poco, y murió tan pobre como había llegado. En sus últimos años, cuando iba a cumplir los cincuenta, le vino una tuberculosis, pero la enfermedad no menguó su entusiasmo, que le llevó a abrir un segundo establecimiento cerca del anterior: en la calle del Carmen. Pero si la primera librería le daba para malvivir, la segunda le llevó a la ruina.

Al poco de su muerte, el urbanismo madrileño se conjuró con el desdichado destino de Pueyo y de su familia. Entre los muchos derribos que exigió la apertura de la Gran Vía estuvo el de su negocio, que ya regentaban la viuda y los hijos. El traslado y una breve agonía del nuevo establecimiento pusieron fin con toda rapidez a este episodio póstumo.

Pero la obra, más que la vida de Pueyo, merece ser recordada por un  rasgo que le singulariza entre sus colegas: fue el editor del modernismo. Villaespesa, Salvador Rueda, Valle-Inclán, Díez-Canedo y Manuel y Antonio Machado, y también los americanos Amado Nervo, Santos Chocano y Gómez-Carrillo aparecen en los catálogos de Pueyo, y lo más meritorio es que aparecen con sus obras primerizas, cuando aún no eran poetas famosos, en una época en que lo habitual era que los primeros libros de poemas los imprimiera el autor a su costa, por no encontrar editor que se embarcara en empresa tan filantrópica. La primera antología de la poesía modernista, La Corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas, preparada por Carrere, la publicó también Pueyo, en 1906. Para tortura del editor, a la falta de beneficios económicos se unía la dificultad del trato con sus autores, porque parece que la grey de los modernistas era bastante pendenciera y con muchos odios cruzados, oblicuos y trasversales.

La ingenua treta del editor para compensar las pérdidas que le ocasionaban los poetas modernistas fue la de editar novelas eróticas, y a veces pornográficas. De manera que en el catálogo de Pueyo se entremezclan, en la sucesión alfabética, sutiles poetas de cisnes y nenúfares con sicalípticos narradores de historias escabrosas. Y junto a las portadas de mujeres exuberantes se alinearon, en el escaparate de Mesonero Romanos 10, las sobrias portadas de cuidada tipografía. 


martes, 17 de abril de 2012

LA NINFA PELIRROJA


      A las ninfas se las representa siempre con el pelo cuidadosamente peinado, con rizos delicadamente compuestos, o con crenchas onduladas, y a veces con moño, y casi siempre con flores que lo adornan. Las únicas despeinadas son las ninfas vengadoras –Keres, Moiras, Erinias–: para expresar su maldad se las representa con serpientes enroscadas entre el pelo.

           Las ninfas son rubias. Garcilaso pide a las ninfas en el Soneto XI que escuchen sus penas amorosas,

dejad un rato la labor, alzando
vuestras rubias cabezas a mirarme.

           En el soneto de Góngora se dice que a la ninfa

ondeábale el viento que corría
el oro fino con error galano
.

           Y Juan Ramón Jiménez habla de

la cascada de bucles
que en su frente derraman los dorados cabellos.

        Pero esta ninfa madrileña, moldeada en cerámica, es pelirroja. El alfarero se ha apartado de una tradición secular. El alfarero, un modesto orfebre, no ha leído a Garcilaso, ni a Góngora, ni a Juan Ramón Jiménez, ni a los clásicos griegos y latinos –Homero y Virgilio– que con más precisión y detalle han descrito a las ninfas. Pero el alfarero ha cometido otra osadía. Las ninfas son espíritus protectores de la naturaleza: cada árbol, cada pradera, cada rebaño, cada cosecha, cada lago, cada bosque, cada flor, tiene una ninfa que vela por ellos. Pero no hay en toda la historia de la mitología una ninfa protectora de la correspondencia, y el alfarero le ha encomendado ese cometido. Que existan ninfas de los buzones habría dejado perplejos a los poetas de todos los tiempos. Pero la invención del alfarero no es ningún desvarío. Por carta llegan las comunicaciones más comprometedoras, las más amenazantes y más severas, a la vida del hombre. Esta ninfa de rostro cándido, de mirada inocente, parece enviar un último aviso al cartero, en el momento mismo en que la carta va a entrar en el recinto del destinatario: No alteres la paz de esta casa. 

Buzón de una casa de la calle de Almarza

lunes, 16 de abril de 2012

SONRISA MISTERIOSA


Ayer, al aparcar el coche en una calle silenciosa de ese extremo señorial de Chamberí que es el barrio de Almagro, me encontré de pronto con esta sonrisa. Lo que a veces pasa con las personas, que levanta uno la vista para verlas porque ha notado antes su mirada, pasa, o me pasa a mí al menos, con las ninfas. No sé si es por la costumbre de buscarlas en las fachadas o porque sé donde habitan en mayor número –y ahí, en Almagro, están las más bellas de toda la ciudad–, pero lo cierto es que el cruce de miradas es frecuente.

El tenue esbozo de sonrisa de esta ninfa no tiene nada que envidiar a la de Lisa Gherardini, con la que comparte también la redondez de la cara y la dulzura de los ojos. Pero esta es una Gioconda callejera y plebeya, ajena por completo al mundo sofisticado de los museos, con su penumbra, sus alarmas, y su temperatura y humedad constantes. Esta sufre los rigores del calor y del frío, las ráfagas de viento y lluvia, la oscuridad de la noche y la luz cegadora del mediodía. Y no hay vigilantes, ni alarmas, ni hidrómetros que velen por ella. Tiene más mérito mantener así la sonrisa que hacerlo resguardada en una urna de cristal.

No hace falta haber leído a Kant para darse cuenta de que vemos a través de nuestros prejuicios, y por eso tendemos a creer que una obra de arte no puede ser de cemento y estar pegada a una cornisa, y también lo inverso, que todo lo que hay en los museos son obras de arte. De esos errores de apreciación está llena la vida. Nos creemos videntes, y quizá nos parezcamos más a unos ciegos que caminan tanteando la realidad con el bastoncillo blanco de los prejuicios. 

Foto de ayer, 15 de abril de 2012

sábado, 14 de abril de 2012

HISTORIA INVISIBLE


            Al hacer ahora inventario de los muchos papeles, planos y dibujos que dejó tras su muerte Fernando Chueca Goitia, han aparecido –según me dice su discípulo P.N.,  amigo mío– unos esbozos y unas notas en los que aparece el nombre de mi padre. Chueca no tuvo inconveniente en aceptar el encargo más minúsculo de su carrera, llena de catedrales y palacios. “Siendo en Toledo…”, parece que dijo con su voz lenta en permanente sonrisa, cuando mi padre le abordó sin preámbulos en una librería. Chueca se puso inmediatamente a la tarea: trazó con esmero los planos y las vistas del cigarral, dibujó el friso de las cornisas interiores, la azulejería del rodapié, los faroles de las fachadas, y hasta el portón exterior, con su albardilla y su cancela de hierro.

            Todos los domingos, sin faltar uno sólo, visitó la marcha de las obras a lo largo de un año. No sé si es una práctica habitual entre los arquitectos. También vigiló cuidadosamente los materiales. Quiso que todo se hiciera con restos de derribo. Fueron llegando en camiones ladrillos de casas derruidas, modestísimas casas de pueblo con las fachadas encaladas. Los ladrillos, con sus pegotes de cal o de adobe, fueron cobrando una vida nueva en un lugar distinto. Las tejas, con el rastro verdoso de los siglos, fueron cubriendo el esqueleto del desván. Chueca hizo que se buscaran tres pequeñas columnas de piedra, para las que trazó unos capiteles sencillos, y las colocó en los ventanales. Como historiador, le ilusionaba levantar aquel cigarral en los terrenos en que tuvo su casona el canónigo toledano don Juan de Vergara, catedrático de filosofía de Alcalá, traductor de Aristóteles, perseguido por la inquisición y encarcelado. Vergara había conocido a Erasmo en Flandes y luego mantuvo con él larga correspondencia. Después de pasar cerca de quince años en las cárceles secretas del Santo Oficio, y teniendo al salir la edad entonces ya provecta de cincuenta y cinco años, se encerró hasta su muerte –que le llegaría diez años más tarde– en la casona toledana.

            Veinte años después de construida la casa, un buen amigo, un grabador bondadoso –lo que es un pleonasmo, porque no hay grabador que no lo sea, por lo esforzado y amoroso del oficio–, Emilio Marín, hizo esta punta seca del cigarral. Emilio Marín era un gran pintor que vivió reducido a grabador de la Casa de la Moneda, para la que hizo –inclinado durante décadas sobre la lupa, el buril y la matriz de acero– infinidad de sellos y billetes. Emilio y Asunción pasaban muchos domingos con nosotros en el cigarral. Algunas tardes, Emilio se retiraba en silencio a un rincón, y con el punzón trazaba a pulso sobre la plancha de zinc o de cobre una vista de la ciudad, o un árbol, o una tinaja, o unas humildes amapolas que habían florecido entre los cardos.

            En la historia invisible del cigarral está la presencia de esos dos grandes hombres, famoso y celebrado uno, y oscuro y casi anónimo el otro, un arquitecto de catedrales y un grabador de pequeñas planchas de metal. Y detrás de ambos la silueta digna y clerical del doctor Juan de Vergara, el amigo de Erasmo y de Vives, y como ellos conciliador y tolerante, que supo perdonar sin amargura a sus perseguidores, y que se encerró a depurar su alma frente a la silueta espectral de Toledo.


jueves, 12 de abril de 2012

EL TANGO, GÉNERO LITERARIO


Hay una letra de tango que da el salto al poema, es decir una letra con la que el tango pasa a convertirse en un género literario. Me refiero a Alejandra, que escribió Ernesto Sábato para una partitura de Aníbal Troilo:

He vuelto a aquel banco del Parque Lezama.
Lo mismo que entonces se oye en la noche

la sorda sirena de un barco lejano.

Mis ojos nublados te buscan en vano.
Después de diez años he vuelto aquí solo,
soñando aquel tiempo, oyendo aquel barco.

El tiempo y la lluvia, el viento y la muerte,

ya todo llevaron, ya nada dejaron.
 
¿En qué soledades
de hondos dolores,

en cuáles regiones

de negros malvones

estás, Alejandra?

¿Por cuáles caminos,

con grave tristeza,

¡oh!, muerta princesa?

He vuelto a aquel banco del Parque Lezama.

Lo mismo que entonces se oye en la noche
la sorda sirena de un barco lejano.
Mis ojos nublados te buscan en vano.
Ahora, tan sólo, la bruma de otoño,
un viejo que duerme, las hojas caídas.
El tiempo y la lluvia, el viento y la muerte
ya todo llevaron, ya nada dejaron.

Al tango como género literario no se ha prestado atención. El tango es una modalidad de elegía. Elegía, dice el diccionario, es una “composición poética en que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro caso o acontecimiento digno de ser llorado”. Los acontecimientos dignos de ser llorados son, para el tango, el abandono, el desengaño, el resentimiento, el paso del tiempo sobre el amor y sobre la mujer –sobre los hombres no, los hombres quedan a salvo del paso del tiempo−, el olvido. Los escritores de tangos –de tangos como género literario− no andan ya a la busca de un compositor que añada una melodía: sus poemas son autónomos. 

Probablemente los españoles no sepan componer tangos, ya lo dijo Borges, pero sí saben escribirlos. Luis Felipe Vivanco lo demuestra en este Tango:

Con tu mano rica de sortijas
acariciaste
mi poca edad.
Con voz extraña me contabas
la historia de un amor fatal.
Yo comprendí que era tu historia,
¡y aquella noche
te amaba ya!
Me acariciaste, y fue una tarde
maravillosa, nada más.
Pero hubo un brillo en tus pupilas
que yo no quiero recordar.

Y José Ángel Valente en este Tango y perdón, más breve; es la primera vez que la muerte de Cervantes se cuenta en tango:

Y ya sólo en el borde de
la irrisión suprema,
sin llanto y solo
y transparente dijo:
−Adiós, gracias; adiós, regocijados
amigos.

Ángel González tenía algo de personaje de tango, con su gravedad melancólica  –“un hombre lleno de febrero / ávido de domingos luminosos”−, y muchos de sus poemas son elegías de un amor dolorido,

me arrepiento de tanta inútil queja,
de tanta
lamentación improcedente.

Tangos, propiamente, escribió dos: Oda a la noche o letra para tango, y el Tango de madrugada, en que suenan

profundas y agónicas guitarras,
y el bandoneón estira
su indolencia y su ronca 
sonoridad marina trasplantada. 

Hice esta fotografía a Ernesto Sábato en su casa de Santos Lugares en marzo de 2001

martes, 10 de abril de 2012

DISCÉPOLO POR SERRAT


Son dos compositores muy distintos, probablemente los antípodas del tango, ortodoxo uno –Enrique Santos Discépolo– y heterodoxo otro –Astor Piazzolla–. Ernesto Sábato se extendió en la alabanza de Discépolo, y de Piazzolla dijo sólo que era difícil. La alabanza de Discépolo no se limitaba a los tangos, sino que se extendía también a sus obras de teatro, hasta afirmar que era un gran escritor. Pensaron hacer tangos juntos, pero la muerte prematura de Discépolo lo impidió. Sin embargo con Piazzolla, aunque entre desavenencias y enfados, llegaron a hacer aquella Introducción a héroes y tumbas, en que el compositor recrea con flauta, violín y cello el ambiente de la ciudad, mientras el bandoneón describe, con toda la melancolía de la que es capaz, la soledad del protagonista.

Como una demostración práctica de lo que decía, Sábato me llevó a la habitación de al lado, una habitación pintada de verde en la que había una cama baja con una colcha blanca, que parecía una sórdida habitación de hospital pobre, y allí rebuscó entre los lienzos apilados sobre la pared hasta encontrar un retrato de Discépolo. En aquel retrato, Discépolo parecía el agonizante del hospital, el primero que estaba llamado a morir entre las paredes verdes.

Se veía que el retratista y el retratado eran almas gemelas en una metafísica sombría, y de haber estado un rato más en esa habitación verde con cuadros moribundos habría salido corriendo hacia la tarde plácida de otoño –era un mes de marzo del calendario austral–, hasta no ver la fila de cipreses que se alineaban como un premonición a lo largo de la fachada.

Cuando volvía en el avión de Aerolíneas Argentinas, un avión con algo de aquella metafísica sombría en los colores oscuros de la cabina, iba sentado en el asiento de detrás Juan Manuel Serrat. Le pedí que me dedicara la partitura de Malevaje, el tango de Discépolo que él había cantado. Es un tango existencialista, que pone en lunfardo la angustia de vivir que expresaron en alemán, por las mismas fechas, los filósofos de la época,

El malevaje extrañao,
me mira sin comprender...

¡Si yo, -que nunca aflojé-

de noche angustiao

me encierro a llorar!...

Decí, por Dios, ¿qué me has dao,

que estoy tan cambiao,

no sé más quién soy?

                Es una interpretación demasiado melodiosa y suave la de Serrat, demasiado adornada con sus habituales inflexiones de voz. Es verdad que cuando se han hecho otras interpretaciones más arrabaleras, más cayengues, para decirlo con el término lunfardo, suena a falso. El término medio es difícil. 

Malevaje, con dedicatoria de J. M. Serrat