sábado, 3 de marzo de 2012

UN PASEO EN VERANO

          Hay un episodio en la vida de Rilke cuya realidad no se ha podido constatar. Por esa razón no está en las biografías. Pero la vida humana, ¿es sólo una sucesión de realidades visibles? ¿No sucede más bien al revés, que la vida es un denso envoltorio invisible tejido en torno a lo visible?

            Rilke y Freud se encontraron en dos ciudades. La primera fue Múnich. Era el año 1913. Rilke acompañó a Lou Andreas-Salomé a un congreso de psicoanalistas. En sus memorias escribió Lou: “Me alegré de presentarlos, y que Rainer y Freud se conocieran. Se cayeron bien, y estuvimos mucho tiempo juntos, incluso hasta altas horas de la noche”.

         La segunda ciudad es Viena. Año 1916. Al poeta le habían movilizado al empezar la guerra, y después de unos meses de instrucción en un cuartel de Múnich, le enviaron a un destino burocrático en Viena. Rilke fue a visitar a Freud a su célebre clínica de la Berggasse número 19, hoy convertida en museo. Unos meses más tarde de ese encuentro vienés, Freud escribió a Lou –el poeta ya había vuelto a Múnich–: “Rilke me ha dejado suficientemente claro que no hay manera de entablar una relación permanente con él. A pesar de lo extremadamente cordial que fue en su primera visita, no ha sido capaz de hacerme una segunda”.

Y ahora llega el episodio oscuro. Freud escribió un pequeño texto –poco más de cuatro páginas– que tituló Vergänglichkeit, que se podría traducir como caducidad, transitoriedad, algo que es perecedero o efímero. “Hace algún tiempo paseaba yo por un florido campo estival en compañía de un amigo taciturno, de un joven pero ya célebre poeta…”. Y en el relato de ese paseo hace Freud una de las calas más profundas de cuantas se han hecho en el espíritu de Rilke, al que no nombra en ningún momento. Es probable que Freud, ocupado por su trabajo en cosas muy alejadas de la poesía, no conociera a fondo la obra de Rilke, pero en ese relato está el núcleo de su obra poética: la pervivencia de los hombres y las cosas, la dimensión invisible de unos y otras, tanto “en este lado” (diesseits) como “en el otro” (jenseits). “Admiraba la belleza de la naturaleza circundante, pero sin poder disfrutar con ella, porque le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana, y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Todo le parecía carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado”. “¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, esté realmente condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, libre de cualquier influjo que amenace aniquilarlo”.

Freud trata de convencer inútilmente a Rilke de que la pretensión de eternidad es un simple deseo del hombre. “También lo doloroso puede resultar cierto –le dice–, y el carácter perecedero de lo bello no implica su desvalorización”. Y luego hace el diagnóstico del poeta, en el que Freud no acierta: el poeta está pasando un duelo, pero todo duelo se supera y la alegría de vivir vuelve.

Es probable que ese paseo estival por el campo nunca tuviera lugar. Pero en ese paseo imaginario hay un Rilke más auténtico que en cualquier otro paseo verdadero.

Fotografía de los psicoanalistas reunidos en un congreso. Freud está en el centro de la imagen. Lou Andreas-Salomé, sentada, es la quinta de la izquierda.

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