domingo, 5 de febrero de 2012

LOS MUNDOS EVOCADOS DE A.A.


       Alfonso Ayuso fue discípulo en la Escuela Superior de Artes Gráficas de Madrid de los dos grandes maestros de grabado del siglo XX: Castro-Gil y Sánchez Toda. No han sido los más geniales grabadores del siglo, pero sí quienes más y mejor enseñaron grabar a los jóvenes. El hambre de la posguerra obligó a Alfonso Ayuso a buscar trabajo cuando aún no había salido de la adolescencia. Lo encontró en el taller tipográfico de Richard Gans. Todas las madrugadas bajaba desde Tetuán por el camino de Aceiteros –que luego sería la calle de San Francisco de Sales–, entre cascotes y desmontes, hasta Moncloa y Princesa. Con lo poco que se había edificado en ese arrabal de Madrid y lo mucho que se había derruido, el único edificio que encontraba en pie a lo largo del trayecto era el convento de las Salesas. En el taller de Gans se venían fundiendo, desde finales del XIX, los tipos más hermosos y limpios de la imprenta española. Además de fundición tipográfica, el taller tenía imprenta. Alfonso Ayuso trabajó en la fundición y en la imprenta, pero como anarquista que fue desde la infancia –o antes quizá, porque lo traía de herencia–, necesitó saltar la frontera para respirar a su gusto. Después de infinitos trabajos menores, acabó siendo director del taller de grabado de la fundición tipográfica Caslon de París.

    En estos últimos tiempos venía todos los principios de año a Madrid. Se había comprado una modestísima vivienda de techos bajos y paredes encaladas en una de las corralas que aún quedan en Tetuán. Todo había cambiado –en él, más sereno, y en España, más libre–, y ahora era aquí donde respiraba a su gusto. Cada año repetíamos la misma breve ceremonia: yo compraba unos pasteles y preparaba un café muy cargado, y él venía a contarme sus viejos recuerdos madrileños y su vida retirada en Boissy-Saint-Léger.

    Pero Alfonso Ayuso ha perdido la memoria, y no graba más. Este año no ha vuelto a Madrid. Su mujer le lleva a exposiciones de grabado, trae amigos grabadores a casa, le empuja algunas tardes, con alguna excusa, al taller, y le deja solo. Pero Alfonso Ayuso no ha vuelto a grabar. Se queda mirando los pomos renegridos de los buriles, y las planchas lisas, pulidas, quietas bajo la luz plomiza de Île-de-France, pero con los brazos caídos y la mirada baja.

    Y precisamente eso que Lou no entiende, que Alfonso no pueda grabar por haber perdido la memoria, es lo que me ha hecho entender su grabado. Alfonso Ayuso es un miniaturista del grabado, pero en cada plancha, por pequeña que sea, hay siempre dos mundos. Uno real, visible, tangible, y otro evocado. A veces ese mundo remoto está escondido. Pero está. Siempre. Él también es así, porque detrás de su vida ordenada acaba surgiendo el anarquista tierno, ese que de cuando en cuando hace que de sus ojos azules brote alguna lágrima viril y furtiva. Alfonso Ayuso ha perdido el poder de evocación.

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